
La película aborda la venganza desde el punto de vista de la familia. Venganza que deriva en contravenganza (esta palabra me la he inventado yo) con el fin único de salvaguardar la seguridad familiar. Desde este punto se observa el papel dominante y protector que juegan los padres sobre los hijos, a quienes protegen pero a la vez empujan a tomar según qué decisiones y ejecutarlas en su nombre. La venganza no sólo alcanza a quienes participan desde primera línea, sino que salpica, al igual que los litros de sangre que se derraman en la película, a personajes que son simples intermediarios en el proceso.
Silencio, ¿por qué tanto silencio Nicholas? La cinta cuenta con escasos diálogos, se sirve más de los actos y de los gestos que de las palabras. Es evidente que esa es la intención del director, pero la sensación que queda es distinta. El silencio no sugiere nada, es un silencio vacío que más que aportar lo que hace es restar, resta ritmo a la narración. Esto resulta en fragmentos del filme en los que podemos echarnos una siesta, despertarnos, quitarnos las legañas y que todavía no haya avanzado la narración.
El silencio es uno de los dos principales factores que define a la película, el otro es la estética. Con una fotografía muy marcada (principalmente en interiores) que se mueve entre colores rojos, azules y naranjas al más puro estilo burdel dando la sensación de que los personajes caminan por el mismísimo infierno. En este sentido, se crea una atmósfera bastante peculiar que atrae al espectador hacia lo que está viendo.
En lo que se refiere a las interpretaciones hay que hablar de Kristin Scott Thomas, que se come la pantalla con cada aparición que hace en el filme. En el papel de madre soberana y frívola, la actriz inglesa firma la mejor actuación de la película. Por otro lado, la esperada actuación de Ryan Gosling, cuyo personaje mantiene una actitud similar a la de su papel en Drive, es más pobre que en la película citada al contar con menos matices y registros.
Nota: 6'5/10.